Matías y la máquina del tiempo

Matías y la máquina del tiempo atías y su mamá iban a la playa, en San Clemente. La mamá llevaba la sombrilla, la silla plegable, el bolso, los toallones y la revista Gente. Matías llevaba el balde y la palita.
Al llegar a la arena, buscaron un lugar despejado y allí armaron su pequeño campamento. La mamá de Matías puso la sombrilla, desplegó la silla y se sentó a leer. Matías fue a buscar agua con su baldecito, se sentó en la arena al lado de su mamá y empezó a hacer un pocito.
Al rato, la mamá reclinó el respaldo de la silla y se echó para atrás, tapándose la cara con la revista.
-Matu, no te vayas lejos, ¿si? -No, Ma. Después de cavar un rato en la arena, la palita de Matías chocó con algo duro. Intrigado, comenzó a sacar la arena de alrededor de ese objeto, que parecía ser una cajita vieja, de metal medio oxidado.
Finalmente la descubrió del todo y la pudo sacar de la arena. La cajita tenía una perilla y una ventanita con un número. Se parecía a la radio que usaba el abuelo para escuchar los partidos de fútbol los domingos a la tarde. En la ventanita se veía el número dos-cero-uno-cero (Matías iba al jardín; conocía los números sueltos, pero no sabía lo que significaban cuando estaban juntos). Miró la cajita por arriba y por abajo, por un costado y por el otro, tratando de descubrir qué era. Al final, se animó a mover la perilla.
En eso, un remolino tremendo envolvió a la sombrilla. Por suerte duró nada más que un segundo. Después de que pasó el remolino, la sombrilla (con Matías y su mamá debajo) estaba lo más bien. Pero todo lo de alrededor había cambiado. La playa y el mar eran los mismos, pero la gente era distinta. Las mujeres, en vez de usar mallas, tenían unos vestidos raros, como los que Matías había visto en las fotos de su bisabuela. Y llevaban como unos paraguas para taparse del sol.
Los hombres tenían unos bigototes grandes y usaban unos trajes apretados y graciosos, como los de los luchadores de la tele, pero a rayas. El número en la cajita decía uno-nueve-cero-uno.
-¡Qué bueno que está esto! -dijo Matías contentísimo.
-¿Qué pasa Matu? No hagas lío, eh -dijo su mamá desde abajo de la revista.
-No, Ma. Matías siguió moviendo la perilla para un lado y para el otro, haciendo variar el número en la ventanita. Con cada giro de la perilla, volvía el remolino y cambiaba todo alrededor de la sombrilla.
Cuando en la ventanita apareció el uno-nueve-tres-cuatro, vio pasar por el cielo un globo gris gigantesco, con unas aletas en la cola que tenían dibujadas unas cruces negras inclinadas. Cuando apareció el uno-cinco-dos-cero, la playa quedó desierta, pero en el agua, muy lejos, Matías pudo ver cinco barcos con velas grandes, parecidos al que su tío tenía adentro de una botella.
De repente hizo aparecer el número dos-uno-cinco-cero. La playa apareció llena de personas que no tenían ninguna ropa, pero que estaban todas embadurnadas con un bronceador plateado.
El sol estaba fuertísimo; tanto, que Matías no se animaba ni a asomar una mano fuera de la sombrilla. Por el cielo pasaban volando muchísimos autos, ¡buenísimos! Al final se aburrió de su cajita mágica, así que la dejó a un costado y se propuso seguir haciendo pozos en la arena, a ver si aparecía alguna otra cosa. Pero no encontró ni el baldecito ni la palita. ¿Adónde estarían?
Miró alrededor, pero lo único que había era mucha gente desnuda y plateada. Se acordó de que los había dejado al sol, fuera de la sombrilla; entonces era seguro que habían desaparecido con todo lo demás que había en la playa. Tenía que hacerlos volver. Capaz que si en la cajita ponía el mismo número que había al principio, su balde y su palita aparecerían justo donde los había dejado. Pero. ¿qué número era ese? No se lo acordaba. Con un puchero en la cara, estuvo a punto de pedirle a su mamá que lo ayude.
De repente miró la tapa de la revista Gente, vio que tenía un número: dos-cero-uno-cero. ¡Ese era el número! Agarró de vuelta la cajita y empezó a mover la perilla, hasta que por fin apareció el número que decía la revista. El remolino dejó todo como estaba al principio. Matías vio contentísimo que su balde y su palita estaban otra vez allí.
-Matu, ¿qué es eso que agarraste? ¡Tirá esa porquería, querés! -dijo la mamá saliendo de abajo de la revista, al ver la cajita oxidada que su hijo había encontrado.
-Sí, Ma -contestó Matu, y se puso a cavar un pozo bien hondo para esconder la cajita mágica. No quería que nadie se pusiera a jugar con ella, a ver si todavía le hacían desaparecer de nuevo su balde y su palita.

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Sobre el Autor

Cuenterete, de Buenos Aires, Argentina

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