El gato ladronzuelo

El gato ladronzuelo n una casa abandonada vivía un gato pardo muy singular. Era solitario pues no tenía amigos ni amo que cuidara de él. Pero a Bigotes, así se llamaba, eso no le importaba. Su primer y único amo fue una persona muy mala y por esa razón él prefirió huir de esa casa y evitar el contacto con la gente. Sólo salía cuando tenía hambre. Por supuesto que no cazaba ratones. No, no, era más apetitoso robar comida de las cocinas, especialmente cuando las ventanas estaban abiertas.
Bigotes entraba sigilosamente y robaba los alimentos que estaban sobre la mesa, claro que siempre escogía un buen trozo de carne. Las dueñas de casa al verlo salir por la ventana, gritaban ¡Atajen al ladrón! ¡Atajen al ladrón! Pero como siempre, él se las ingeniaba para escapar sin que nadie le pudiera dar alcance. Por eso los otros gatos del barrio le tenían envidia y lo miraban con desdén sin dirigirle ni un solo miau miau.
Este gato vagabundo diariamente lucía sus pelos desgreñados y sucios, como si acabara de revolcarse en la tierra. Era muy flojo y nunca se daba el tiempo para peinarse como los otros gatos que casi todo el día se entretienen en acicalarse.
Bigotes tenía unos hermosos ojos amarillos que siempre estaban en movimiento buscando a algún ratón descuidado para jugar con él. Lo tomaba entre enormes garras y después de darle un gran susto lo dejaba ir. Era su entretenimiento favorito.
Lo único que hacía durante el día era husmear las cocinas del barrio. De noche, se iba camino a la laguna para cantar allí unos miau miau con su voz desafinada, con tan mala suerte que ahuyentaba a todas las posibles conquistas.
Un día en que estaba de ocioso como siempre, le llegó desde lejos un apetitoso olor a carne asada y se lamió los bigotes una y otra vez.
-Uhm, qué rico olor, se dijo, iré a inspeccionar quién está cocinando tan temprano. Con mucha cautela dejó su refugio en la casa abandonada. Cruzó una verja de abetos y se detuvo a oler para saber si algún otro gato había pasado por allí, sin su autorización. Luego volvió a poner su marca y siguió caminando pausadamente. Rápido atravesó la calle y se escondió bajo un auto estacionado. Con mucha precaución se deslizó por la banqueta en donde dormía plácidamente un perro llamado Gruñón, que dormitaba haciendo pequeños gruñidos. Este perro lo odiaba porque una vez le robó un hueso carnudo y le tenía muy malas pulgas.
Al tiempo que avanzaba, el olor se hacía más penetrante. Definitivamente, muy cerca, alguien asaba pollo, su comida preferida.
En el patio de doña Micaela, una señora bien gorda de cabellos ensortijados había una asadera con carbones humeantes. Sobre la parrilla, don Rómulo, un señor delgado, calvo y de bigotes, daba vueltas muy entusiasmado un pollo trozado a punto de estar listo.
Bigotes se escondió entre los geranios y los arbustos y desde allí esperó su momento.
Doña Micaela trajo los platos y una ensalada y los dejó sobre la mesa de picnic. Mientras que Sultán, un enorme gato negro, dormitaba bajo una silla muy satisfecho, pues ya había comido su porción de carne, por lo que el olor del pollo no le quitaba el sueño. Sin embargo a Bigotes, se le hacia agua el hocico, no por ello debía ser menos precavido ya que en el pasado tenía varias peleas con Sultán de las que salió un poco maltrecho. Claro, todo por Dulcinea, una gata angora muy coqueta que vivía cerca.
Así es que cuando doña Micaela y su esposo entraron a la cocina por unas servilletas y el vino, Bigotes salió de su escondite y rápido se dirigió hacia la asadera. Desde el suelo pudo ver un trozo de pollo que se asomaba en una esquina. Sin pensarlo dos veces de un saltó lo atrapó, pero estaba tan caliente que tuvo que soltarlo. En ese instante los esposos lo vieron junto a la asadera y pusieron el grito en el cielo.
-¡Atrapen a ese gato ladrón! Gritaba doña Micaela mientras su esposo se armaba de un palo.
Bigotes viendo el peligro agarró el trozo de pollo entre sus dientes y corrió a esconderse bajo los arbustos cercanos.
Con el alboroto de sus amos, Sultán despertó bruscamente y al divisar la cola de su enemigo número uno se lanzó tras él. Sin embargo Bigotes ya estaba corriendo frente a Gruñón quien lo jaló de los últimos pelos de la cola y le arrancó varios de ellos.
Al ver a Gruñón, Sultán retrocedió de inmediato y se volvió a su casa muy enojado.
Mientras tanto Bigotes pasó por debajo de un carro, cruzó entre las piernas de varios niños que iban de excursión y atravesó la calle esquivando los autos que pasaban, hasta que llegó a su refugio en la casa abandonada.
Por fin pudo soltar el trozo de pollo que le quemaba el hocico y ahí se quedó esperando que se le pasara el dolor y sobándose la cola. Esta vez estuvo muy arriesgada la empresa de robar el alimento, pero así era su vida, y se conformó con lamer con mucho cuidado, su apetitoso premio.

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Sobre el Autor

Marianela Puebla, años de Valparaíso, Chile

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